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viernes, 7 de octubre de 2011

La Puerta (III)

Una fina lluvia le sorprendió en la carretera hacia el pueblo. Era tan leve que no le importó conducir con las ventanillas bajadas, para que el olor del mar y el del campo mojado invadiera todo el coche. Luego, llegando ya al pueblo, la lluvia apretó, y no tuvo más remedio que subir los cristales.
Aparcó junto al paseo marítimo, y permaneció dentro del coche, observando el mar, poco a poco más soliviantado por la tormenta. Le gustaba el mar. Siempre lo había amado con todas sus fuerzas. Y pese a todo, hacía tiempo que no lo veía.

Parecía que no iba a dejar de llover, así que se decidió a salir del coche. No llevaba paraguas ni impermeable, pero realmente no le importaba mojarse. De hecho, pasear por la playa bajo la lluvia le pareció de lo más adecuado en aquel momento.
Se quitó los zapatos y los calcetines, y se remangó los pantalones hasta las rodillas para no mojárselos, aunque mientras lo hacía cayó en la cuenta de que era absurdo, porque igualmente iba a mojarse con la lluvia.

Y así caminó por la orilla, cogió alguna que otra piedra, se enterró los pies en la arena hasta los tobillos, y mojándose con el agua dulce de la lluvia y la salada del mar, pensó que lo que estaba haciendo era lo correcto.



jueves, 25 de agosto de 2011

El Hombre que Titulaba Libros



Hace mucho tiempo vivía un niño al que le gustaba mucho leer. Le encantaba perderse en los mundos imaginarios al que cada libro le llevaba. Le gustaba participar en ellos y ser un protagonista más de cada historia. De esta forma creció rodeado de la magia con la que la literatura atrapa a quien le gusta leer. Así que cuando llegó la hora de decidir qué es lo que quería ser en la vida, aquel niño, que ya no lo era tanto, pensó dedicarse a escribir libros de cuentos, que eran los libros que más le gustaban.

Y empezó a prepararse. Quería ser escritor con todas las de la ley. Así que no podría escribir con cualquier cosa, y fue a comprarse una pluma negra de punta fina, que a él no le gustaban los trazos gruesos. Y de camino pensó que tenía que tener un cuaderno con muchas hojas, porque pensaba escribir muchos cuentos, y compró un cuaderno liso de anillas grandes. Y luego pensó también que para escribir tenía que estar cómodo, y fue a una carpintería para que le hicieran una mesa de madera noble, muy grande, para tener sitio para poner cosas, y con un cajón hondo para después poder guardarlas; y una silla alta con un cojín que le sujetara la espalda; y una estantería amplia, para poner todo lo que escribiera.

Y cuando lo tuvo todo listo se sentó en la silla frente a la mesa, cogió la pluma y abrió el cuaderno. Pensó un poco y rápidamente empezaron a nacer ideas en su cabeza. Y a cada una de esas ideas les fue poniendo nombre, y los iba apuntando en el cuaderno. Se sentía feliz de todas las cosas que se le iban ocurriendo.

- Uy, cuántos libros voy a escribir, ¡y en un solo día!

Pero pronto se dio cuenta de que la cosa no era tan fácil. Sí, tenía muchas ideas, pero luego era incapaz de desarrollarlas. Siempre se quedaba en los títulos, que eso sí, eran preciosos. Y así pasaba un día tras otro, inventando nombres para sus libros, pero sin llegar a escribir ninguno.
Tantos nombres escribió, que al cabo del tiempo se le acabó aquel cuaderno liso y con anillas grandes que compró. Y se sintió un poco decepcionado por no haber conseguido escribir ni un solo cuento. Así que se enfadó un poco consigo mismo, y guardó la pluma y el cuaderno en uno de los cajones de la mesa y decidió dejar de ser escritor.

Pasaron los años, y aunque no volvió a intentar escribir, nunca dejó de leer. Ahora que sabía lo difícil que era contar una historia aún le gustaba más la lectura. Pero cada vez que leía uno, pensaba que el libro era tan bueno que el título que le habían dado no mostraba todo su valor. Y entonces iba a su mesa de madera noble, y cogía del cajón hondo su cuaderno, y buscaba entre todos los nombres que él había inventado uno nuevo para cada libro, y con su pluma negra escribía en la primera página el título alternativo que él les daba.

Y estaba contento, porque aunque no pudo escribir nunca uno, sintió cada libro que había renombrado como si fuera propio. Y los fue poniendo en la estantería que había comprado. Y se sintió orgulloso de su pluma, de su cuaderno, de mesa, de su silla y de su estantería, que por fin veía llena. Y se sintió feliz.

El hombre vivió mucho tiempo, y durante toda su vida renombró un gran número de libros. Pero un día, como nos tiene que pasar a todos, murió. Y cuando fueron a su casa, a recoger sus cosas, un familiar suyo, al que también le gustaba mucho la lectura, pidió que le dejaran llevarse la estantería, y se la llevó.

Y al descubrir en la primera página de cada libro el nuevo título que su tío lejano le había puesto a cada uno, vió que eran tan buenos que decidió escribir a todas las editoriales para enseñarles los nuevos nombres. Y en las editoriales se dieron cuenta de que esos nombres eran muy apropiados, y decidieron cambiarles a los libros los títulos.

Entonces, los libros con los nombres cambiados empezaron a venderse aún más, y la gente a la que antes no le gustaba leer, empezó a interesarse por la lectura, y pronto todo el mundo quedó contagiado por la misma magia que una vez atrapó a aquel niño que soñó con ser escritor.

Y así todos los libros que conocemos, se llaman de forma diferente a la original, porque hoy los llamamos por el nombre que aquel hombre creyó que era más adecuado.


jueves, 28 de octubre de 2010

Tres Cajas y una Nota

Caja 1

La había conocido como se conocen a esas personas que de un modo u otro terminan marcando tu vida, de casualidad. No soy un buen partido. Ni un físico atractivo ni gracia suficiente como para conquistar a nadie sólo por mi labia. Pero ella había bebido lo bastante como para no notar lo primero y que no le importase lo demás. Así que después de algunas copas más y de un jijiji y un jajaja, acabamos enrollándonos apoyados en cada coche que encontramos aparcado en la calle, y echando un polvo rápido en un portal oscuro.
Después de esa noche, coincidimos un par de veces más en el mismo sitio, y a partir de ahí iniciamos una especie de relación, basada en beber alcohol por ahí y tener sexo en mi casa.

Así hasta esa noche. Fue una noche como cualquier otra. Nos tomamos unas cervezas, cenamos a base de tapas, y después nos fuimos a mi cama, a gastar aquella caja de Dúrex que nos había durado lo que dura un fin de semana.


Caja 2

- ¿Tienes un cigarrillo?
La miré, aunque ya me había fijado en ella cuando entró en el bar y vino a sentarse justo a mi lado. Di gracias a Dios por no haber dejado el tabaco. Me metí la mano en el bolsillo y le alargué la caja de Winston que acaba de sacar de la máquina. Cogió un cigarro y se lo encendí.
- Gracias.
- No hay de qué.
Ese, sin más, fue el principio. Esa fue mi suerte. Haber estado sentado en el sitio y momento adecuado. Y fumar.

Me desperté y ya se había marchado. Miré el despertador, era muy temprano. Siempre se iba sin despertarme, pero me extrañó que se fuese a esa hora. Me incorporé y fui a coger un cigarro. Y entonces me di cuenta.


Caja 3

Lo planeé al milímetro. Y todo iba bien. Me parecía que no había notado nada. Y eso que yo no soy nada bueno disimulando.
Llegamos al piso, y antes de cerrar la puerta ya nos estábamos comiendo a besos de tal forma, que entramos en mi cuarto medio desnudos.
Y ahí estaba. Encima de la almohada una cajita, de esas que llevan dentro un anillo. Se le fue esa sonrisa suya con la que uno no sabía si se reía contigo o de ti.
- ¿Qué es eso?
- Ábrela.
- No me asustes, ¿no será un anillo?
- No, ábrela.

La miró. Me miró. Se resistió. Finalmente la abrió. Vio la llave, y sin preguntar nada más me besó, e hicimos el amor, estoy seguro, como nunca antes lo había hecho nadie en el mundo.


La nota

Ahí estaba, junto a la caja de Winston y de la de condones, una nota debajo de la cajita con la llave. Aquella estúpida llave, la de mi apartamento. Vaya idea amigo. Intentar atraparla.

“Lo siento pero es por tu bien. Si cojo la llave hoy, a lo mejor te la devuelvo mañana, o el otro, o el otro. Da igual. Pasaría más tarde o más temprano. Y cuanto más tarde más te habría dolido. Un beso”.

Y desapareció. Ni una sola pista sobre dónde se podía haber metido. La llamé por teléfono. Pasé por donde me había dicho que trabajaba, pero nadie reconocía ni el nombre ni la descripción que yo daba. La busqué por todos los bares que frecuentábamos, y también por los que no. Nada.
Al cabo de un tiempo dejé de buscarla. Pero desde entonces vuelvo cada noche al bar donde una vez me pidió tabaco, esperanzado en volver a encontrármela algún día.

viernes, 2 de octubre de 2009

11 días... (2)

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HACE 11 DÍAS
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7:40 h Apaga el despertador.
7:52 h Ducha de agua caliente.
8:08 h Se peina frente al espejo.
8:15 h El pan salta del tostador. Con el cuchillo unta mantequilla. Bebe té, con cucharada y media de azúcar.
8:30 h Antes de sañir vuelve a mirarse en el espejo. Cierra la puerta de casa.
8:32 h Sube al coche.
8:43 h El mismo atasco de todos los días. La misma calle. Los mismos coches. El mismo semáforo que cambia a rojo justo al llegar a él. Detiene el coche y resopla. La ciudad se levanta hoy igual que todos los días.
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Pero la ve a ella. De nuevo en la parada. Con la misma bufanda morada y la misma carpeta, escuchando su mp3, llevando el ritmo de la música que debe estar escuchando con el pie. Él sonríe viéndola bailar, ajena a todo lo que le rodea.
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La ciudad se levanta hoy igual que todos los días, pero a ella parece no importarle.
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martes, 29 de septiembre de 2009

12 días... (1)

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¿Qué es para una persona otra persona que no conoce? ¿Qué significan las personas con las que nos cruzamos por la calle cada día? ¿Qué importancia le damos a quién quizás no volveremos a ver o no recordaremos haber visto?
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HACE 12 DÍAS...
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7:40 h Apaga el despertador.
7:52 h Ducha de agua caliente.
8:08 h Se peina frente al espejo.
8:15 h El pan salta del tostador. Con el cuchillo unta mantequilla. Bebe té, con cucharada y media de azúcar.
8:30 h Antes de sañir vuelve a mirarse en el espejo. Cierra la puerta de casa.
8:32 h Sube al coche.
8:43 El mismo atasco de todos los días. La misma calle. Los mismos coches. El mismo semáforo que cambia a rojo justo al llegar a él. Detiene el coche y resopla. Madres y niños cruzan la calle. Adolescentes en grupitos charlan mientras van al instituto. Enchaquetados con carteras en la mano caminan rápido entre los demás peatones. Pasa uno haciendo footing. Una mujer delgada que fuma habla a voces por el móvil. El perro de un hombre mayor le ladra. La ciudad se levanta hoy igual que todos los días.
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Mira el semáforo, por si se pone verde. Aún no. Pero entonces, por el retrovisor, la ve. Entre todas las personas anónimas con las que se cruza todos los días, nunca se había fijado en ella. En la parada de bus que hay al lado del semáforo, con una carpeta sobre las piernas, una bufanda morada en el cuello, un mp3 en la mano, sonríe mientras acaricia al perro del anciano que le ladró a la mujer fumadora que hablaba a voces por el móvil.. Pitan. El semáforo ya está verde. Se tiene que ir. Mete primera, arranca y la pierde de vista.
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La ciudad se levanta hoy igual que todos los días, y sin embargo todos tienen prisa.
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sábado, 23 de mayo de 2009

Sólo para subir

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Camino por una calle que me resulta vagamente familiar; la reconozco, pero todo está cambiado, excepto el aire. El aire que siempre sopla en esa calle, que me hace estar seguro de dónde estoy y me despeina al mismo tiempo, como siempre.

Un edificio enorme se levanta ante mí. Ahora se que es a ese edificio al cual me dirijo. En la entrada, grupos, parejas o personas solitarias hablan del tiempo, de fútbol, de política, fuman un cigarro o hablan por el móvil.

En los cristales de la puerta intento ponerme los pelos en su sitio, y al entrar confirmo inconscientemente en el panel de información a dónde voy: novena puerta, novena planta.

Los ascensores de los edificios altos me dan miedo. Van muy deprisa y el cosquilleo que producen me resulta desagradable. Además siempre van llenos de gente y tengo que fingir cada vez que al parar en un piso me entran esas cosquillas.

La planta novena, como todas, supongo, en el edificio, se divide en dos pasillos largos a los cuales dan las puertas de las oficinas, con sus cartelitos identificativos de cada una. La novena puerta está en el izquierdo, al final del todo. Llego a la puerta y llamo, y tras unos segundos me abren.

Al rato de haber entrado salgo. No se muy bien qué ha pasado dentro, pero estoy enfadado. Llego a los ascensores y al apretar el botón se abre el mismo en el que subí. Viene vacío, y me alegra que sea así. Sin embargo no responde cuando pulso la B, de planta baja. Le doy varias veces, pero las puertas no se cierran y me bajo del ascensor, por si estuviera estropeado. Y es cuando leo un cartel que dice:

ASCENSOR SÓLO PARA SUBIR


Me quedo perplejo intentando descifrar ese mensaje tan claro. Vuelvo a llamar a los ascensores, pero se abre siempre el mismo. Decido subir y pulsar el 10. Las puertas se cierran y subo un piso. Ahora vuelvo a pulsar la B, pero no baja. Así que busco las escaleras. Al fin y al cabo es bajar, aunque sean 10 pisos.

No he bajado más que un poco cuando en el recodo de la escalera noto algo extraño, un movimiento. Los escalones empiezan a cambiar y poco a poco se inclinan, formando un rampa. Resbalo, me asusto, me agarro a la pared para no caer, pero cada vez la inclinación es mayor y me resulta complicado. Me quedo sujeto como puedo, sin saber qué está pasando, desconcertado.
Escucho a gente hablar en el piso de arriba. Grito, pido ayuda. Las voces se acercan. Deben ser muchos porque diferencio numerosas voces. Se acercan y veo lo pies de los primeros bajando por la cuesta. Lo hacen despreocupadamente. Al llegar a mí les hablo, les pido ayuda, pero no me escuchan y siguen bajando. Realmente son muchos; se chocan conmigo, me golpean de forma indiferente, me arrastran. Caigo y resbalo por la escalera sin escalones. No veo nada, una negrura lo llena todo, me sumerjo en el vacío. Y cierro los ojos.

Cuando los vuelvo a abrir estoy tirado en medio de la calle, frente a las puertas del edificio. La gente pasa a mi lado mirándome con caras raras. No se qué ha pasado. Me refriego los ojos con las manos. Y al abrirlos estoy despierto en mi cama.
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sábado, 7 de marzo de 2009

Relato sin Título

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De pequeño jugaba a mirar a la gente a los ojos. Les miraba hasta que se daban cuenta de que les estaba mirando. Entonces seguía y seguía hasta que apartaban la mirada. Era mi poder, y realmente me sentía poderoso: nadie podía aguantar mi mirada.
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Soy bastante diferente cuando estoy sólo a cuando estoy acompañado. En el grupo siempre me diluyo, me quedo aparte, me hago invisible, insignificante. Cuando estoy solo, en cambio, me siento fuerte, seguro, no hay nada que demostrar. A nadie. Si uno no es amado ni ama a nadie no tiene nada que perder; ya lo ha perdido todo.
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Cuando estoy solo salgo a pasear por la calle. Me gusta hacerlo. Sin haber definido un camino a seguir. Simplemente andar por andar, tomando una calle u otra según vaya caminado, sin la necesidad de pensar si cada elección es la más correcta.
Todo lo que me rodea entra en otra dimesión, y puedo concentrarme en cada detalle de ellas. Así puedo fijarme en los novios que pasean con las manos cogidas mientras hablan de cualquier cosa y sonríen enamorados. O en el padre que está cansado de tener que estar pendiente de sus hijos y les riñe para que se estén quietos. O del anciano que pasea con su bastón entre la marabunta humana de la calle, intentando no ser arrastrado por ella.
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Y les miro a los ojos. Como hacía antes. Pongo mi mirada en la novia y el novio, en el padre, en los hijos, en el anciano. Todos se dan cuenta y me la devuelven intrigados, preguntándose por la razón de mi mirada. Hasta que finalmente, incapaz de obtener una respuesta, la novia vuelve a mirar al novio, el padre a los hijos, y el anciano a su bastón.
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La vida sigue, pero yo he ganado. Vuevo a tener el poder de antaño. Y por un instante me siento poderoso.
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jueves, 4 de septiembre de 2008

La Puerta (II)

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La noche estaba tan oscura q el mar y el cielo formaban una sóla inmensidad negra, salpicada aquí y allá con estrellas en el cielo y luces de barcos en el mar.
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Sentado en el muro de defensa del viejo faro, justo encima de donde las olas se batían incansablemente en su lucha por conquistar un poco más de tierra, esperaba Joel. Muriel apenas podía distinguir una sombra en la oscuridad. Se acercó hasta donde él estaba, y se apoyó en en el muro, a su lado, sin decirle nada. Él tampoco habló. Después de tanto tiempo, de tantos años, de tantas cosas q tendrían q haberse contado, ninguno de los dos sabía por dónde empezar. Pero no importaba. Aunq ellos mismos no sabían qué decir, los dos sí sabían qué habría dicho el otro. Por lo tanto , sobraban las palabras.
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Cuando llevaba un rato apoyada, Muriel decidió subierse al muro y sentarse junto a Joel. Esperó un momento, sólo el tiempo de una respiración entrecortada, el de una estrella fugaz pasar, el de unas miradas cruzadas, y apoyó su cabeza en el hombro de Joel. Él pasó su brazo por detrás de la espalda de Muriel, y quedaron abrazados. En ese instante, ambos sitieron un breve cosquilleo en el estómago, y se miraron, y sonrieron, y aunq otra vez permanecieron callados, tmb supieron q les había pasado lo mismo.
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Y de esa forma, abrazados y en silencio, permanecieron hasta q la noche se convirtió en alba, y el agua del mar en rocío.
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sábado, 7 de junio de 2008

Silencios

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Mientras caminaba intentaba encontrar las diferencias entre el antes y el después. La mayoría de las cosas seguían igual q siempre, otras no. Por ello no tardó en comprender q en aquellos cuatro años lo q realmente había cambiado era él. Siguió paseando, y allí, en medio de la ciudad, rodeado de gente y ruido, se sintió solo, como en los días de guerra; y como entonces, de nuevo, un miedo en forma de silencio lo engulló.
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Las canciones de la radio mantuvieron alejados los nervios. No conocía prácticamente nada de lo q oía, pero no le importaba, le entretenía. Su viejo coche hacía ruidos raros q no recordaba, así q subió el volumen para no escucharlos. Cuando llegó miró a través de la ventanilla hacia la cancela de la casa. Abrió la puerta, y al poner el pie en el suelo los nervios volvieron a aparecer, y la posibilidad de no bajarse del coche tomó fuerzas. Metió de nuevo la pierna en el coche, cerró la puerta y volvió a encender la radio.
Hacía mucho tiempo q no los veía. Sus amigos habían preparado una fiesta de bienvenida. Pero él no tenía ganas, y tampoco sabía muy bien quiénes iban a ir. O si iba a ir ella, la chica de los ojos marrones.
Volvió a mirar por la ventanilla, respiró hondo, y finalmente se bajó.
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Correspondió como pudo a las manos q estrechaban las suyas, los besos, los abrazos, las risas, las palabras de afecto, los golpes en la espalda... Pero desde q pisó el césped del jardín sus ojos habían quedado atados a los de otra persona. Estaba detrás de todos, esperando. Y cuando por fin pudo llegar hasta ella, la cuerda q unía sus miradas se rompió para q pudiera darle un beso. Y el calor de sus labios en sus mejillas fue el único q pudo sentir su piel. Y el segundo q duró el roce entre ambos le pareció demasiado corto. Y el ajetreo q había alrededor suya, de nuevo se convirtió en silencio.
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Todos se le habían quedado mirando cuando lo vieron salir de la casa en bañador. La cicatrices q había dejado la bala q lo atravesó de pecho a espalda casi a la altura de corazón, y las de la metralla q se distribuían aleatoriamente por toda la espalda eran el centro de sus miradas. Se quedó parado, y como si con él no fuera la cosa, se dio la vuelta, empezó a correr y al llegar al borde de la piscina se zambulló en el agua.


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Por una vez el silencio no nacía de dentro sino q realmente lo envolvía desde fuera. Era como estar en otra dimensión, en una realidad paralela, completamente diferente. Y justo cuando había decidido q esa realidad era mejor q cualquier otra, un ruido lo devolvió a la superficie. Pero al ver a la chica morena nadando hacia él, no le importó. Y por primera vez en mucho tiempo sonrió.



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lunes, 28 de enero de 2008

Binomio Fantástico: Insomnio y Pecera...

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Dedicado a Madame Vaudeville
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Marina había nacido junto al mar, de ahí su nombre... el parto se adelantó unos días, y cogió a sus padres de improviso, en medio de una semana q se habían tomado de descanso antes del nacimiento. Así q su madre dio a luz en la pequeña casa q tenían alquilada en aquel pueblo costero. Su primera cuna fue una cama normal q rodearon de sillas… y sus primeros sueños fueron arrullados por el sonido de las olas del mar. Y así pasó Marina sus primeros días de vida.

Cuando volvieron a la gran ciudad todo fueron visitas para conocer a la nueva niña. Y preguntas de cómo estaba, si era buena, si comía y dormía bien… Y todas las respuestas eran afirmativas… porque la niña había nacido fuerte, pero con hambre y con sueño, y durante el tiempo q habían pasado en el pueblo toda su vida consistía en comer y dormir en aquella habitacioncita q daba al mar. Sin embargo desde la primera noche q llegaron a la ciudad habían notado q Marina estaba más inquieta. Al principio pensaron q era normal, q se tendría q adaptar al nuevo piso. Pero nada, pronto Marina dejó de quedarse dormida como antes, y se pasaba la noche llorando y llorando. Sus padres desesperados no sabían q hacer. Hasta q un día a su padre se le ocurrió una cosa. Fue al pueblo costero en donde había nacido Marina, y de la playa cogió una caracola, y en una pecera echó unas cuantas piedras, un poco de arena y la llenó de agua de mar. Al volver a casa su mujer le preguntó q para q quería todo eso. Él no le respondió, sólo puso la pecera en la mesita de noche junto a la cuna, y al lado de Marina, la caracola. Y de esta manera Marina pudo, de nuevo, quedarse dormida arrullada por el mar.



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miércoles, 3 de octubre de 2007

Piedras

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Miércoles 14/5/1981: Il Corriere

ALESSANDRO LOGGI, DESAPARECIDO

“El hijo del famoso director de cine ya fallecido, Antonio Loggi, se encuentra en paradero desconocido, según informaron las autoridades. Alessandro, de 33 años de edad, fue visto por última vez el pasado sábado cuando acudió a una fiesta en casa de unos amigos en Catania. Por lo que parece, el joven abandonó la recepción a altas horas de la madrugada y se disponía a volver a su casa. Sin embargo, y hasta el día de hoy, no se tienen noticias sobre él.
La policía, que fue alertada por el ama de llaves de la familia, investiga la relación de esta desaparición con una posible deuda de juego, ya que el joven Loggi, era conocido por su amor a las apuestas ilegales, que le habían llevado a, prácticamente, dilapidar la fortuna que amasó su padre.”



Un día cualquiera: Scorda, Sicilia

A Marco le gustaban las piedras. Se pasaba el día entero buscándolas por los campos cercanos al pueblo. Las tenía de todos los colores: negras, blancas, con vetas… y formas: planas, redondas, con aristas… Luego iba por ahí, enseñándoselas a todo el que se encontraba, que escuchaba con paciencia y cariño las historias de aquel corpulento muchacho síndrome de Down, hijo del jefe Grosso.
Marco guardaba sus piedras en cajitas, que escondía en su habitación para que su hermano Roberto no se las quitara. A su hermano no le gustaban sus piedras, y se reía de él por coleccionar cosas que no servían para nada.

Aquel día Marco estaba muy contento. Su hermano le había dado su primera misión. Tenía que llenar todo un saco de piedras; de piedras grandes. Al principio pensó que le estaba gastando una broma, no entendía el repentino interés de Roberto por las piedras. Pero una sola mirada bastó para que comprendiera que hablaba en serio. Así que corrió a ofrecerle algunas de las piedras más bonitas que guardaba en su cuarto. Pero Roberto las rechazó, e insistió en que las piedras tenían que ser grandes y pesadas.



Domingo 01/06/1981: Il Corriere

ENCONTRADO EL CADÁVER DE ALESSANDRO LOGGI

“El Jefe de los Carabinieri de Sicilia, Andrea Pierotto, confirmó, ayer tarde, los malos presagios que existían en relación con la desaparición hace dos semanas de Alessandro Loggi, al anunciar el hallazgo por parte de una pareja de turistas franceses que practicaban submarinismo en el lago Lentini, al sur de Catania, del cadáver del joven Loggi. Según informó Pierotto, el cuerpo, en avanzado estado de descomposición, se encontraba atado de pies y manos a un saco lleno de piedras, que lo mantenía sumergido en la zona céntrica del mencionado lago. De esta forma, parece que se confirman las primeras sospechas policiales que vinculaban la desaparición de Loggi con un posible ajuste de cuentas de la mafia siciliana. La policía sigue investigando en busca de pistas que permitan la detención de los autores del crimen.”

domingo, 30 de septiembre de 2007

Oro

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Cómo deseaba ese anillo. Desde que había entrado en aquel bar no había podido quitarle los ojos de encima. Se imaginaba con aquel sello de oro en el dedo de su mano derecha. Ahí, para que se viera bien. Para que todo el que le estrechara la mano rozara con sus dedos el fino metal.
Ahora, otro bar. Había ido tras el tipo. Hacía tiempo que no daba un palo, pero hay cosas que no se olvidan. Y aunque ya no se dedicaba a eso, seguía llevando su navaja de nácar en el bolsillo interno de la chaqueta. Por lo que puediera pasar, decía.
Esperaba el momento adecuado. Era un tío grande, e iba con otro igual de grande que él. No podría con los dos, tenía que esperar que se quedara solo. Tenía tiempo. Nadie lo esperaba, nada que hacer. Sólo esperar la ocasión.
Bebían. Cómo bebían. Buen estómago el de esos hijos de puta. Había perdido la cuenta de los cubatas que se habían metido ya en el cuerpo. Pero eso era bueno. Cuanto más alcohol más fácil sería convencerle de que le diera el anillo. Él, mientras tanto, mantenía la serenidad apurando cada cerveza. Además no era persona de malgastar. Ladrón sí, pero derrochador no. La mejor forma de no robar era no necesitándolo. De hecho ya no lo necesitaba. Hoy haría una excepción. Se había reintegrado a una sociedad con la cual estuvo enfrentado. En plan Robin Hood. Sólo que él se quedaba con lo que robaba, -es que yo soy pobre, ¿sabes? – se justificaba.

Salían de nuevo del bar. Y él, como no, detrás; oculto entre las sombras de la noche. De caza. Se paraban. Parecía que se despedían El amigo del colega se iba por un lado, el objetivo por otro. Había llegado la hora. Sintió su corazón latir más y más deprisa, y una sonrisa iluminó su cara. De nuevo esa sensación que apenas recordaba. La manos en los bolsillos, y con la navaja ya en la izquierda. Aceleró el paso, sin salirse aún de las sombras. Adelantó a su presa por el lado derecho y con un rápido movimiento se giró para quedar cara a cara, la mano ya levantada buscando el cuello rival con el filo de la navaja.

- Es rápido, este tío es rápido Me ha visto. O intuido. El caso es que ya no tengo la navaja.
Tirado en el suelo intentaba compreder cómo habia llegado hasta allí. Dolor. Un dolor cálido en la cara.
- Joder. ¿Cómo me ha dado? ¡Mierda!
No hay tiempo. Un zapato con un número 44 marcado en la suela golpea directamente en la boca. Escupe. Sangre y un diente. Uno más que faltará en la colección. Ahora lo levantan del suelo. Un puñetazo en el vientre bajo.
- Eso es jugar sucio amigo.
Otro directo a la nariz. Rota. Y un derechazo que va a la frente. Es el último. Un zumbido se entremezcla con una risotada grave. Cae al suelo. Y allí tirado, sonríe. Lo ha conseguido. Lleva el anillo. Aunque sólo sea marcado en la cabeza.

domingo, 23 de septiembre de 2007

La Puerta (I)



Sentada en la arena jugaba con algunas de las conchas que había ido recogiendo por la playa en su habitual paseo vespertino, y que ahora se amontonaban a su lado. Estaba oscureciendo, las gaviotas volaban nerviosas presintiendo la tormenta que se acercaba a lo lejos, y empezaba a refrescar. Se levantó, se guardó todas las conchas en los bolsillos, y se dirigió a su casa, unos metros más atrás. Una pequeña casa en primera línea de playa. Vivía allí con su perro Flint, un chucho que recogió de la calle, que cojeaba de una pata, y que se pasaba todo el día dormitando junto a la puerta de la casa. Justo cuando llegaba a la casa una fina lluvia empezó a caer; el olor de la arena mojada hizo que se volviera a contemplar el mar, que ahora, ya alborotado, dejaba regueros blancos de espumas sobre la playa.


Muriel era una mujer morena, de unos treinta y tantos años, que huyendo de su pasado había llegado a ese pueblo pesquero de la costa gaditana. Su llegada había causado una gran expectación, porque había comprado una casa que llevaba años puesta en venta, pero que nadie se había atrevido a comprar porque se decía que estaba encantada. Sin embargo ella llevaba más de un año viviendo allí y no había visto, oído o sentido la presencia de ningún fantasma.
Era una mujer solitaria. Apenas se relacionaba con la gente del pueblo. Mucho se comentaba de ella, y los niños le tenían miedo, porque decían que era una bruja. Pero Manuel, el dueño de una tienda de comestibles, decía que no, que en todo caso sería maga, pero de las buenas. Siempre contaba como el primer día que llegó la señorita Muriel al pueblo, había ido a su tienda, y como al entrar en ella la habitación se había llenado del olor de esa mujer, olor a melocotón decía, y que cuando habló fue como si el tiempo se parase. Le había preguntado si sería posible que le llevara aquellas cosas que le hicieran falta a su casa y que ella le pediría de vez en cuando por teléfono. Él había accedido sin problemas, no estaban las cosas como para perder clientes; le dio el número de la tienda anotado en un papel de liar fruta; al acercárselo había rozado unos de sus dedos, la piel estaba tan fría que apartó la mano bruscamente dejando caer el papel al suelo. Se puso colorado, se agachó a recoger el papel y volvió a dárselo temblando de vergüenza. Ella sonrío levemente, le dio las gracias y le dijo que ya lo llamaría.
Desde entonces no había vuelto a entrar en el pueblo, y sólo de vez en cuando se la veía pasear por la playa camino del faro, a cuyos pies muchas noches se quedaba mirando el mar hasta bien entrada la noche, y luego volvía de nuevo a su casa andando por la playa entre la oscuridad.


Era ya tarde cuando subió a su dormitorio. Le costaba dormir, y todas las noches se sentaba a leer en la terraza que tenía delante de la habitación, desde donde podía ver las luces de las barcas de pesca, que como luciérnagas iban de aquí para allá sobre la línea horizonte. No había dejado de llover desde la tarde, y ahora la lluvia era mucho más fuerte. Se había levantado un viento que se metía entre los recovecos de la casa y silbaba anunciando su presencia.
Muriel se levantó, decidida por fin a acostarse. Pero algo en la playa llamó su atención. Se fijó, y le pareció ver una sombra que se acercaba hacia la casa. Se quedó inmóvil y entornó los ojos para intentar rasgar el velo que la noche y la lluvia habían tejido para hacerlo todo menos nítido. No vió nada esta vez, aunque permaneció unos instantes más mirando la playa y se autoconvenció de que había sido un espejismo. Más tranquila se metió en la cama. Flint dormía a sus pies, pero un ruido junto a la escalera de entrada a la casa, lo despertó y empezó a gruñir. Estaba acostumbrada a vivir sola, y a las tormentas, y al ruido del viento y del mar encabritado, y a la oscuridad de la noche, pero algo había en el ambiente que le hacía sentir miedo. Un extraño silencio había seguido a los ruidos de antes, y sólo los gruñidos de Flint rompían aquella calma tan tensa. Y sonó el timbre de la puerta. Muriel se quedó inmóvil, sin saber que hacer. Ahora llamaban golpeando la puerta con fuerza. Decidió no bajar a abrir y esperar acurrucada en la cama. Flint seguía gruñendo, pero también se había escondido bajo la cama. Un frío metálico había invadido la habitación, y de nuevo el timbre y los golpes sonaron en la puerta. Se levantó para asomarse a la ventana. Desde allí no podía ver la entrada, pero escondida tras los visillos intentaba adivinar quién podía estar llamando. No pudo ver nada. Y los golpes cesaron, Flint dejó de gruñir y salió de debajo de la cama y ya no oyó nada más. Se echó de nuevo en la cama. No podía dormir, no quería quedarse dormida. Pensaba en quién podría ser y sobre todo por qué había tenido esa extraña sensación de frío y miedo. No quería quedarse dormida pero abrazada a la almohada se le cerraron los ojos, y se durmió.

miércoles, 15 de agosto de 2007

El Hombre que titula Libros

Hoy escribo un cuento...


EL HOMBRE QUE TITULABA LIBROS


Hace mucho tiempo vivía un niño al que le gustaba mucho leer. Le encantaba perderse en los mundos imaginarios al que cada libro le llevaba. Le gustaba participar en ellos y ser un protagonista más de cada historia. De esta forma creció rodeado de la magia con la que la literatura atrapa a quien le gusta leer. Así q cuando llegó la hora de decidir qué es lo que quería ser en la vida, aquel niño, que ya no lo era tanto, pensó dedicarse a escribir libros de cuentos, que eran los libros q más le gustaban.

Y empezó a prepararse. Quería ser escritor con todas las de la ley. Así que no podría escribir con cualquier cosa, y fue a comprarse una pluma negra de punta fina, que a él no le gustaban los trazos gruesos. Y de camino pensó que tenía que tener un cuaderno con muchas hojas, porque pensaba escribir muchos cuentos, y compró un cuaderno liso de anillas grandes. Y luego pensó también que para escribir tenía que estar cómodo, y fue a una carpintería para que le hicieran una mesa de madera noble, muy grande, para tener sitio para poner cosas, y con un cajón hondo para después poder guardarlas; y una silla alta con un cojín que le sujetara la espalda; y una estantería amplia, para poner todo lo que escribiera.

Y cuando lo tuvo todo listo se sentó en la silla frente a la mesa, cogió la pluma y abrió el cuaderno. Pensó un poco y rápidamente empezaron a nacer ideas en su cabeza. Y a cada una de esas ideas les fue poniendo nombre, y los iba apuntando en el cuaderno. Se sentía feliz de todas las cosas que se le iban ocurriendo.

- Uis, q de libros voy a escribir, ¡y en un solo día!

Pero pronto se dio cuenta de que la cosa no era tan fácil. Sí, tenía muchas ideas, pero luego era incapaz de desarrollarlas. Siempre se quedaba en los títulos, que eso sí, eran preciosos. Y así pasaba un día tras otro, inventando nombres para sus libros, pero sin llegar a escribir ninguno.
Tantos nombres escribió, que al cabo del tiempo se le acabó aquel cuaderno liso y con anillas grandes que compró. Y se sintió un poco decepcionado por no haber conseguido escribir ni un solo cuento. Así que se enfadó un poco consigo mismo, y guardó la pluma y el cuaderno en uno de los cajones de la mesa y decidió dejar de ser escritor.

Pasaron los años, y aunque no volvió a intentar escribir, nunca dejó de leer. Ahora que sabía lo difícil que era contar una historia aún le gustaba más la lectura. Pero cada vez que leía uno, pensaba que el libro era tan bueno que el título que le habían dado no mostraba todo su valor. Y entonces iba a su mesa de madera noble, y cogía del cajón hondo su cuaderno, y buscaba entre todos los nombres que él había inventado uno nuevo para cada libro, y con su pluma negra escribía en la primera página el título alternativo que él les daba.
Y estaba contento, porque aunque no pudo escribir nunca uno, sintió cada libro que había renombrado como si fuera propio. Y los fue poniendo en la estantería que había comprado. Y se sintió orgulloso de su pluma, de su cuaderno, de mesa, de su silla y de su estantería, que por fin veía llena. Y se sintió feliz.

El hombre vivió mucho tiempo, y durante toda su vida renombró un gran número de libros. Pero un día, como nos tiene que pasar a todos, murió. Y cuando fueron a su casa, a recoger sus cosas, un familiar suyo, al que también le gustaba mucho la lectura, pidió que le dejaran llevarse la estantería, y se la llevó.
Y al descubrir en la primera página de cada libro el nuevo título que su tío lejano le había puesto a cada uno, vió que eran tan buenos que decidió escribir a todas las editoriales para enseñarles los nuevos nombres. Y en las editoriales se dieron cuenta de que esos nombres eran muy apropiados, y decidieron cambiarles a los libros los títulos.

Entonces, los libros con los nombres cambiados empezaron a venderse aún más, y la gente a la que antes no le gustaba leer, empezó a interesarse por la lectura, y pronto todo el mundo quedó contagiado por la misma magia que una vez atrapó a aquel niño que soñó con ser escritor.

Y así todos los libros que conocemos, se llaman de forma diferente a la original, porque hoy los llamamos por el nombre que aquel hombre creyó que era más adecuado.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

lunes, 13 de agosto de 2007

Pintor de Sueños

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Espero la llegada de la noche con ansiedad. Cada hora que pasa es un barrote menos en esta cárcel desde la que contemplo en soledad las vidas ajenas. Pero la noche es una liberación. Me gusta. Llegar a la cama, cerrar los ojos y ponerme a pintar. Así puedo dejar de ser el bicho raro de la oficina, y olvidarme de mi propia vida, y de la gente que no me comprende, que no quiere comprender nada. Y ser un pintor de sueños, para convertir mi realidad en mi ilusión; tú.

Cuando sueño es fácil. Coger una brocha mágica y deslizarla por mi mente vacía, hecha nada, porque de inmediato aparece todo un cielo estrellado, y bajo la luz de la luna estás, mi amor, enseñándome a volar sobre una estrella fugaz en la playa. Y te beso como no hace mucho te besaba en el mundo real. Ese mundo en el que te echo tanto de menos.

Y de nuevo un brochazo, y esta vez paseamos cogidos de la mano por calles desiertas, sin tener que esconder nuestro amor, sin tener que reprimir el decirnos te quiero, sin tener que buscar un sitio apartado para que el amor platónico se haga físico.

Otro sueño, otro cuadro; un lago subterráneo donde hace algún tiempo se bañaban reyes moros y cristianos, y en el que ahora sólo se mojan monedas, deseos de personas que como yo aún creen en esas pequeñas cosas que me enseñaste.

Y otro; vuelo por un desierto de arena en una búsqueda contra reloj del amor perdido.

Y cuando llega el día, de nuevo a esperar a que llegue la noche, para volver a pintar historias en las que los dos seamos protagonistas de tantos cuadros por mí no olvidados.


Para ti, luz que iluminas mis anhelos.

jueves, 2 de agosto de 2007

Tres cajas y una nota

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Caja 1

La había conocido como se conocen a esas personas que de un modo u otro terminan marcando tu vida, de casualidad. No soy un buen partido. Ni un físico atractivo ni gracia suficiente como para conquistar a nadie sólo por mi labia. Pero ella había bebido lo bastante como para no notar lo primero y que no le importase lo demás. Así que después de algunas copas más y de un jijiji y un jajaja, acabamos enrollándonos apoyados en cada coche que encontramos aparcado en la calle, y echando un polvo rápido en un portal oscuro.
Después de esa noche, coincidimos un par de veces más en el mismo sitio, y a partir de ahí iniciamos una especie de relación, basada en beber alcohol por ahí y tener sexo en mi casa.

Así hasta esa noche. Fue una noche como cualquier otra. Nos tomamos unas cervezas, cenamos a base de tapas, y después nos fuimos a mi cama, a gastar aquella caja de Dúrex que nos había durado lo que dura un fin de semana.


Caja 2

- ¿Tienes un cigarrillo?
La miré, aunque ya me había fijado en ella cuando entró en el bar y vino a sentarse justo a mi lado. Di gracias a Dios por no haber dejado el tabaco. Me metí la mano en el bolsillo y le alargué la caja de Winston que acaba de sacar de la máquina. Cogió un cigarro y se lo encendí.
- Gracias.
- No hay de qué.
Ese, sin más, fue el principio. Esa fue mi suerte. Haber estado sentado en el sitio y momento adecuado. Y fumar.

Me desperté y ya se había marchado. Miré el despertador, era muy temprano. Siempre se iba sin despertarme, pero me extrañó que se fuese a esa hora. Me incorporé y fui a coger un cigarro. Y entonces me di cuenta.


Caja 3

Lo planeé al milímetro. Y todo iba bien. Me parecía que no había notado nada. Y eso que yo no soy nada bueno disimulando.
Llegamos al piso, y antes de cerrar la puerta ya nos estábamos comiendo a besos de tal forma, que entramos en mi cuarto medio desnudos.
Y ahí estaba. Encima de la almohada una cajita, de esas que llevan dentro un anillo. Se le fue esa sonrisa suya con la que uno no sabía si se reía contigo o de ti.
- ¿Qué es eso?
- Ábrela.
- No me asustes, ¿no será un anillo?
- No, ábrela.

La miró. Me miró. Se resistió. Finalmente la abrió. Vio la llave, y sin preguntar nada más me besó, e hicimos el amor, estoy seguro, como nunca antes lo había hecho nadie en el mundo.


La nota

Ahí estaba, junto a la caja de Winston y de la de condones, una nota debajo de la cajita con la llave. Aquella estúpida llave, la de mi apartamento. Vaya idea amigo. Intentar atraparla.

“Lo siento pero es por tu bien. Si cojo la llave hoy, a lo mejor te la devuelvo mañana, o el otro, o el otro. Da igual. Pasaría más tarde o más temprano. Y cuanto más tarde más te habría dolido. Un beso”.


Y desapareció. Ni una sola pista sobre dónde se podía haber metido. La llamé por teléfono. Pasé por donde me había dicho que trabajaba, pero nadie reconocía ni el nombre ni la descripción que yo daba. La busqué por todos los bares que frecuentábamos, y también por los que no. Nada.
Al cabo de un tiempo dejé de buscarla. Pero desde entonces vuelvo cada noche al bar donde una vez me pidió tabaco, esperanzado en volver a encontrármela algún día.

martes, 31 de julio de 2007

La Tercera Ley de Newton

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Mientras la profesora Lola explicaba la Tercera Ley de Newton, Miguel le daba vueltas a eso de la acción y reacción, y se decía que qué razón tenía el Isaac ese, porque ante la, para él, inconmensurable acción que ejercían las piernas de la profesora bajo la falda, se estaba dando una reacción de considerables dimensiones en sus pantalones. Y claro, el cúmulo de sangre en cierta parte de su anatomía traía como nueva reacción que no hubiera la necesaria en la cabeza, y esto otra reacción más, una gran cara de tonto, que provocó a su vez que la señorita le preguntara que en qué demonios estaba pensando. Y cuando creyó haber descubierto un fallo en la famosa ley, ya que ante la pregunta de la profesora no se había producido reacción alguna en su cerebro, cayó en la cuenta de que ya no estaba en su clase, sino en el despacho del director, y que la reacción que se le venía encima confirmaría en toda regla la dichosa tercera ley esa.

lunes, 30 de julio de 2007

La estrella de mar y el cangrejo

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En una roca subida
Una estrellita de mar
Se pasaba todas las noches
Mirando estrellas pasar

Un cangrejo q por viejo
Mucho ya había vivido
La observaba diariamente
Desde su agujero metido

Estrella estrellita
¿Q miras con ilusión?
La estrellas de cielo
Q brillan sin ton ni son

¿No te han contado
Oh Pequeña niña
Por q se mueven así
Las estrellas ahí arriba?

No me explicaron nada
q no fuera nadar
y esconderme rápido
si un pez veía pasar

Las estrellas del cielo
son estrellas de mar
q llegando al horizonte
aprendieron a volar

Algún día estrellita
Tú también aprenderás
Y entonces desde el cielo
Bailando me saludarás

Oh q feliz sería
Si eso fuese cierto
Y alegre le gritaría
¡Hola señor cangrejo!