Sentada en la arena jugaba con algunas de las conchas que había ido recogiendo por la playa en su habitual paseo vespertino, y que ahora se amontonaban a su lado. Estaba oscureciendo, las gaviotas volaban nerviosas presintiendo la tormenta que se acercaba a lo lejos, y empezaba a refrescar. Se levantó, se guardó todas las conchas en los bolsillos, y se dirigió a su casa, unos metros más atrás. Una pequeña casa en primera línea de playa. Vivía allí con su perro Flint, un chucho que recogió de la calle, que cojeaba de una pata, y que se pasaba todo el día dormitando junto a la puerta de la casa. Justo cuando llegaba a la casa una fina lluvia empezó a caer; el olor de la arena mojada hizo que se volviera a contemplar el mar, que ahora, ya alborotado, dejaba regueros blancos de espumas sobre la playa.
Muriel era una mujer morena, de unos treinta y tantos años, que huyendo de su pasado había llegado a ese pueblo pesquero de la costa gaditana. Su llegada había causado una gran expectación, porque había comprado una casa que llevaba años puesta en venta, pero que nadie se había atrevido a comprar porque se decía que estaba encantada. Sin embargo ella llevaba más de un año viviendo allí y no había visto, oído o sentido la presencia de ningún fantasma.
Era una mujer solitaria. Apenas se relacionaba con la gente del pueblo. Mucho se comentaba de ella, y los niños le tenían miedo, porque decían que era una bruja. Pero Manuel, el dueño de una tienda de comestibles, decía que no, que en todo caso sería maga, pero de las buenas. Siempre contaba como el primer día que llegó la señorita Muriel al pueblo, había ido a su tienda, y como al entrar en ella la habitación se había llenado del olor de esa mujer, olor a melocotón decía, y que cuando habló fue como si el tiempo se parase. Le había preguntado si sería posible que le llevara aquellas cosas que le hicieran falta a su casa y que ella le pediría de vez en cuando por teléfono. Él había accedido sin problemas, no estaban las cosas como para perder clientes; le dio el número de la tienda anotado en un papel de liar fruta; al acercárselo había rozado unos de sus dedos, la piel estaba tan fría que apartó la mano bruscamente dejando caer el papel al suelo. Se puso colorado, se agachó a recoger el papel y volvió a dárselo temblando de vergüenza. Ella sonrío levemente, le dio las gracias y le dijo que ya lo llamaría.
Desde entonces no había vuelto a entrar en el pueblo, y sólo de vez en cuando se la veía pasear por la playa camino del faro, a cuyos pies muchas noches se quedaba mirando el mar hasta bien entrada la noche, y luego volvía de nuevo a su casa andando por la playa entre la oscuridad.
Era ya tarde cuando subió a su dormitorio. Le costaba dormir, y todas las noches se sentaba a leer en la terraza que tenía delante de la habitación, desde donde podía ver las luces de las barcas de pesca, que como luciérnagas iban de aquí para allá sobre la línea horizonte. No había dejado de llover desde la tarde, y ahora la lluvia era mucho más fuerte. Se había levantado un viento que se metía entre los recovecos de la casa y silbaba anunciando su presencia.
Muriel se levantó, decidida por fin a acostarse. Pero algo en la playa llamó su atención. Se fijó, y le pareció ver una sombra que se acercaba hacia la casa. Se quedó inmóvil y entornó los ojos para intentar rasgar el velo que la noche y la lluvia habían tejido para hacerlo todo menos nítido. No vió nada esta vez, aunque permaneció unos instantes más mirando la playa y se autoconvenció de que había sido un espejismo. Más tranquila se metió en la cama. Flint dormía a sus pies, pero un ruido junto a la escalera de entrada a la casa, lo despertó y empezó a gruñir. Estaba acostumbrada a vivir sola, y a las tormentas, y al ruido del viento y del mar encabritado, y a la oscuridad de la noche, pero algo había en el ambiente que le hacía sentir miedo. Un extraño silencio había seguido a los ruidos de antes, y sólo los gruñidos de Flint rompían aquella calma tan tensa. Y sonó el timbre de la puerta. Muriel se quedó inmóvil, sin saber que hacer. Ahora llamaban golpeando la puerta con fuerza. Decidió no bajar a abrir y esperar acurrucada en la cama. Flint seguía gruñendo, pero también se había escondido bajo la cama. Un frío metálico había invadido la habitación, y de nuevo el timbre y los golpes sonaron en la puerta. Se levantó para asomarse a la ventana. Desde allí no podía ver la entrada, pero escondida tras los visillos intentaba adivinar quién podía estar llamando. No pudo ver nada. Y los golpes cesaron, Flint dejó de gruñir y salió de debajo de la cama y ya no oyó nada más. Se echó de nuevo en la cama. No podía dormir, no quería quedarse dormida. Pensaba en quién podría ser y sobre todo por qué había tenido esa extraña sensación de frío y miedo. No quería quedarse dormida pero abrazada a la almohada se le cerraron los ojos, y se durmió.
Muriel era una mujer morena, de unos treinta y tantos años, que huyendo de su pasado había llegado a ese pueblo pesquero de la costa gaditana. Su llegada había causado una gran expectación, porque había comprado una casa que llevaba años puesta en venta, pero que nadie se había atrevido a comprar porque se decía que estaba encantada. Sin embargo ella llevaba más de un año viviendo allí y no había visto, oído o sentido la presencia de ningún fantasma.
Era una mujer solitaria. Apenas se relacionaba con la gente del pueblo. Mucho se comentaba de ella, y los niños le tenían miedo, porque decían que era una bruja. Pero Manuel, el dueño de una tienda de comestibles, decía que no, que en todo caso sería maga, pero de las buenas. Siempre contaba como el primer día que llegó la señorita Muriel al pueblo, había ido a su tienda, y como al entrar en ella la habitación se había llenado del olor de esa mujer, olor a melocotón decía, y que cuando habló fue como si el tiempo se parase. Le había preguntado si sería posible que le llevara aquellas cosas que le hicieran falta a su casa y que ella le pediría de vez en cuando por teléfono. Él había accedido sin problemas, no estaban las cosas como para perder clientes; le dio el número de la tienda anotado en un papel de liar fruta; al acercárselo había rozado unos de sus dedos, la piel estaba tan fría que apartó la mano bruscamente dejando caer el papel al suelo. Se puso colorado, se agachó a recoger el papel y volvió a dárselo temblando de vergüenza. Ella sonrío levemente, le dio las gracias y le dijo que ya lo llamaría.
Desde entonces no había vuelto a entrar en el pueblo, y sólo de vez en cuando se la veía pasear por la playa camino del faro, a cuyos pies muchas noches se quedaba mirando el mar hasta bien entrada la noche, y luego volvía de nuevo a su casa andando por la playa entre la oscuridad.
Era ya tarde cuando subió a su dormitorio. Le costaba dormir, y todas las noches se sentaba a leer en la terraza que tenía delante de la habitación, desde donde podía ver las luces de las barcas de pesca, que como luciérnagas iban de aquí para allá sobre la línea horizonte. No había dejado de llover desde la tarde, y ahora la lluvia era mucho más fuerte. Se había levantado un viento que se metía entre los recovecos de la casa y silbaba anunciando su presencia.
Muriel se levantó, decidida por fin a acostarse. Pero algo en la playa llamó su atención. Se fijó, y le pareció ver una sombra que se acercaba hacia la casa. Se quedó inmóvil y entornó los ojos para intentar rasgar el velo que la noche y la lluvia habían tejido para hacerlo todo menos nítido. No vió nada esta vez, aunque permaneció unos instantes más mirando la playa y se autoconvenció de que había sido un espejismo. Más tranquila se metió en la cama. Flint dormía a sus pies, pero un ruido junto a la escalera de entrada a la casa, lo despertó y empezó a gruñir. Estaba acostumbrada a vivir sola, y a las tormentas, y al ruido del viento y del mar encabritado, y a la oscuridad de la noche, pero algo había en el ambiente que le hacía sentir miedo. Un extraño silencio había seguido a los ruidos de antes, y sólo los gruñidos de Flint rompían aquella calma tan tensa. Y sonó el timbre de la puerta. Muriel se quedó inmóvil, sin saber que hacer. Ahora llamaban golpeando la puerta con fuerza. Decidió no bajar a abrir y esperar acurrucada en la cama. Flint seguía gruñendo, pero también se había escondido bajo la cama. Un frío metálico había invadido la habitación, y de nuevo el timbre y los golpes sonaron en la puerta. Se levantó para asomarse a la ventana. Desde allí no podía ver la entrada, pero escondida tras los visillos intentaba adivinar quién podía estar llamando. No pudo ver nada. Y los golpes cesaron, Flint dejó de gruñir y salió de debajo de la cama y ya no oyó nada más. Se echó de nuevo en la cama. No podía dormir, no quería quedarse dormida. Pensaba en quién podría ser y sobre todo por qué había tenido esa extraña sensación de frío y miedo. No quería quedarse dormida pero abrazada a la almohada se le cerraron los ojos, y se durmió.
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