Hace mucho tiempo vivía un niño al que le gustaba mucho leer. Le encantaba perderse en los mundos imaginarios al que cada libro le llevaba. Le gustaba participar en ellos y ser un protagonista más de cada historia. De esta forma creció rodeado de la magia con la que la literatura atrapa a quien le gusta leer. Así que cuando llegó la hora de decidir qué es lo que quería ser en la vida, aquel niño, que ya no lo era tanto, pensó dedicarse a escribir libros de cuentos, que eran los libros que más le gustaban.
Y empezó a prepararse. Quería ser escritor con todas las de la ley. Así que no podría escribir con cualquier cosa, y fue a comprarse una pluma negra de punta fina, que a él no le gustaban los trazos gruesos. Y de camino pensó que tenía que tener un cuaderno con muchas hojas, porque pensaba escribir muchos cuentos, y compró un cuaderno liso de anillas grandes. Y luego pensó también que para escribir tenía que estar cómodo, y fue a una carpintería para que le hicieran una mesa de madera noble, muy grande, para tener sitio para poner cosas, y con un cajón hondo para después poder guardarlas; y una silla alta con un cojín que le sujetara la espalda; y una estantería amplia, para poner todo lo que escribiera.
Y cuando lo tuvo todo listo se sentó en la silla frente a la mesa, cogió la pluma y abrió el cuaderno. Pensó un poco y rápidamente empezaron a nacer ideas en su cabeza. Y a cada una de esas ideas les fue poniendo nombre, y los iba apuntando en el cuaderno. Se sentía feliz de todas las cosas que se le iban ocurriendo.
- Uy, cuántos libros voy a escribir, ¡y en un solo día!
Pero pronto se dio cuenta de que la cosa no era tan fácil. Sí, tenía muchas ideas, pero luego era incapaz de desarrollarlas. Siempre se quedaba en los títulos, que eso sí, eran preciosos. Y así pasaba un día tras otro, inventando nombres para sus libros, pero sin llegar a escribir ninguno.
Tantos nombres escribió, que al cabo del tiempo se le acabó aquel cuaderno liso y con anillas grandes que compró. Y se sintió un poco decepcionado por no haber conseguido escribir ni un solo cuento. Así que se enfadó un poco consigo mismo, y guardó la pluma y el cuaderno en uno de los cajones de la mesa y decidió dejar de ser escritor.
Pasaron los años, y aunque no volvió a intentar escribir, nunca dejó de leer. Ahora que sabía lo difícil que era contar una historia aún le gustaba más la lectura. Pero cada vez que leía uno, pensaba que el libro era tan bueno que el título que le habían dado no mostraba todo su valor. Y entonces iba a su mesa de madera noble, y cogía del cajón hondo su cuaderno, y buscaba entre todos los nombres que él había inventado uno nuevo para cada libro, y con su pluma negra escribía en la primera página el título alternativo que él les daba.
Y estaba contento, porque aunque no pudo escribir nunca uno, sintió cada libro que había renombrado como si fuera propio. Y los fue poniendo en la estantería que había comprado. Y se sintió orgulloso de su pluma, de su cuaderno, de mesa, de su silla y de su estantería, que por fin veía llena. Y se sintió feliz.
El hombre vivió mucho tiempo, y durante toda su vida renombró un gran número de libros. Pero un día, como nos tiene que pasar a todos, murió. Y cuando fueron a su casa, a recoger sus cosas, un familiar suyo, al que también le gustaba mucho la lectura, pidió que le dejaran llevarse la estantería, y se la llevó.
Y al descubrir en la primera página de cada libro el nuevo título que su tío lejano le había puesto a cada uno, vió que eran tan buenos que decidió escribir a todas las editoriales para enseñarles los nuevos nombres. Y en las editoriales se dieron cuenta de que esos nombres eran muy apropiados, y decidieron cambiarles a los libros los títulos.
Entonces, los libros con los nombres cambiados empezaron a venderse aún más, y la gente a la que antes no le gustaba leer, empezó a interesarse por la lectura, y pronto todo el mundo quedó contagiado por la misma magia que una vez atrapó a aquel niño que soñó con ser escritor.
Y así todos los libros que conocemos, se llaman de forma diferente a la original, porque hoy los llamamos por el nombre que aquel hombre creyó que era más adecuado.
Y empezó a prepararse. Quería ser escritor con todas las de la ley. Así que no podría escribir con cualquier cosa, y fue a comprarse una pluma negra de punta fina, que a él no le gustaban los trazos gruesos. Y de camino pensó que tenía que tener un cuaderno con muchas hojas, porque pensaba escribir muchos cuentos, y compró un cuaderno liso de anillas grandes. Y luego pensó también que para escribir tenía que estar cómodo, y fue a una carpintería para que le hicieran una mesa de madera noble, muy grande, para tener sitio para poner cosas, y con un cajón hondo para después poder guardarlas; y una silla alta con un cojín que le sujetara la espalda; y una estantería amplia, para poner todo lo que escribiera.
Y cuando lo tuvo todo listo se sentó en la silla frente a la mesa, cogió la pluma y abrió el cuaderno. Pensó un poco y rápidamente empezaron a nacer ideas en su cabeza. Y a cada una de esas ideas les fue poniendo nombre, y los iba apuntando en el cuaderno. Se sentía feliz de todas las cosas que se le iban ocurriendo.
- Uy, cuántos libros voy a escribir, ¡y en un solo día!
Pero pronto se dio cuenta de que la cosa no era tan fácil. Sí, tenía muchas ideas, pero luego era incapaz de desarrollarlas. Siempre se quedaba en los títulos, que eso sí, eran preciosos. Y así pasaba un día tras otro, inventando nombres para sus libros, pero sin llegar a escribir ninguno.
Tantos nombres escribió, que al cabo del tiempo se le acabó aquel cuaderno liso y con anillas grandes que compró. Y se sintió un poco decepcionado por no haber conseguido escribir ni un solo cuento. Así que se enfadó un poco consigo mismo, y guardó la pluma y el cuaderno en uno de los cajones de la mesa y decidió dejar de ser escritor.
Pasaron los años, y aunque no volvió a intentar escribir, nunca dejó de leer. Ahora que sabía lo difícil que era contar una historia aún le gustaba más la lectura. Pero cada vez que leía uno, pensaba que el libro era tan bueno que el título que le habían dado no mostraba todo su valor. Y entonces iba a su mesa de madera noble, y cogía del cajón hondo su cuaderno, y buscaba entre todos los nombres que él había inventado uno nuevo para cada libro, y con su pluma negra escribía en la primera página el título alternativo que él les daba.
Y estaba contento, porque aunque no pudo escribir nunca uno, sintió cada libro que había renombrado como si fuera propio. Y los fue poniendo en la estantería que había comprado. Y se sintió orgulloso de su pluma, de su cuaderno, de mesa, de su silla y de su estantería, que por fin veía llena. Y se sintió feliz.
El hombre vivió mucho tiempo, y durante toda su vida renombró un gran número de libros. Pero un día, como nos tiene que pasar a todos, murió. Y cuando fueron a su casa, a recoger sus cosas, un familiar suyo, al que también le gustaba mucho la lectura, pidió que le dejaran llevarse la estantería, y se la llevó.
Y al descubrir en la primera página de cada libro el nuevo título que su tío lejano le había puesto a cada uno, vió que eran tan buenos que decidió escribir a todas las editoriales para enseñarles los nuevos nombres. Y en las editoriales se dieron cuenta de que esos nombres eran muy apropiados, y decidieron cambiarles a los libros los títulos.
Entonces, los libros con los nombres cambiados empezaron a venderse aún más, y la gente a la que antes no le gustaba leer, empezó a interesarse por la lectura, y pronto todo el mundo quedó contagiado por la misma magia que una vez atrapó a aquel niño que soñó con ser escritor.
Y así todos los libros que conocemos, se llaman de forma diferente a la original, porque hoy los llamamos por el nombre que aquel hombre creyó que era más adecuado.
8 comentarios:
Recupero un cuento de hace mucho tiempo... uf, años ya... junto a una canción de un concierto de este verano...
Me ha gustado mucho. Este cuento se lee de maravilla... fluyen las palabras. Creo firmemente en que J.Himilce, aparte de ser un buen escritor de cuentos, también sería un buen escritor de títulos de cuentos :) Un abrazo grande. Y gracias por descubrirme a Alondra Bentley!! Me ha encantado!! MUA!
Yo la descubrí en ese concierto de este verano gracias a unos amigos q me llevaron... me alegra q le guste.
1 besi Madame.
La que solo bebía agua... :P
El cuento es muy bonito, me lo he imaginado con una estética como la pelicula "Nocturna", bravo! buenas letras!
Vaya, que actividad repentina por aquí. Sí, lo recordaba, está muy bien, pero lo que tienes que hacer es escribir cosas nuevas!
Srta. M: sí agua, claro... jajaja... Pues no vi esa peli, así q me la apunto como nueva recomendación, ¿vale?
Soy Ficción: sí, lo sé, lo sé... ,e tengo q poner.
Lo distinto encandila...
Que guay!! Me ha encantado!! Ahora no paro de pensar en titulos alternativos para libros!! Es genial! : )
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