Un ascensor es un ascensor. Y punto. Un aparato que traslada personas de un piso a otro. Aunque no es menos cierto que los hay de muchos tipos. Antiguos, con rejas que hay que abrir con las manos; modernos, de puertas automáticas. Lentos, que tardan tanto en subir o bajar que quizá fuese más conveniente ir por las escaleras; tan rápidos, que provocan cosquillas al parar. Ruidosos, que ayudan a los vecinos a saber cuándo, cómo y con quién llegas a casa; silenciosos, en los que no sabes si funcionan de verdad. Bruscos, suaves. Grandes, pequeños. Con una puerta, con dos…
Pero un ascensor puede ser más que un ascensor. Porque además de ser lo que son, pueden convertirse en un mundo paralelo, al menos, lo que dura el viaje. Un mundo donde el tiempo corre exactamente igual que en el real, pero que a veces se hace demasiado largo o demasiado corto. Depende de para qué lo utilices. Se te hará muy largo si hablas del tiempo con la vecina pesada de arriba. E infinitamente corto si aprovechas para besar a la persona que amas.
Cada vez que me subo a un ascensor…
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