¿Cómo es que el sol continúa brillando? ¿Cómo es que los pájaros todavían cantan? ¿Acaso no lo saben? ¿No saben que ha llegado el fin del mundo?
El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas Haruki Murakami
Déjenme. Déjenme decirles que les odio. Les odio porque hoy me siento como un héroe por la sencilla razón de intentar hacer lo correcto. Hacer lo correcto, ¿de verdad es eso suficiente?
Es en las noches de verano cuando más pienso en la soledad. Será porque me voy a la cama más tarde, y paso más tiempo conmigo mismo. Siempre he hablado mucho conmigo mismo. Me pregunto si a los demás le pasará igual. El caso es que pensando en la soledad imagino que en Japón debe ser más fácil estar solo. No por otra cosa sino porque se asume con mucha más facilidad que alguien vaya al cine solo o viaje solo o esté en un bar solo; o al menos eso deduzco de los libros de autores japoneses que leo. Aquí eso está muy mal visto. En Japón se es mucho más respetuoso con el individuo.
Yo no he ido nunca al cine ni he viajado solo, aunq sí reconozco haber estado en un bar solo, o pasear solo, o como dije antes, hablar solo conmigo mismo. Y en cierto modo, puedo decir que he disfrutado de mi soledad, que me ha servido para conocerme mejor y para valorar más a mis amigos y el tiempo que paso con ellos. Sin embargo la soledad puede ser demoledora, y por eso existe la necesidad de encontrar el cariño de alguien con quien compartirla primero y olvidarla después, aunque sea en la sala de un cine, durante un viaje o en la barra de un bar.
La soledad se adueñaba de mí por momentos, así que decidí cantar. Al final me acordé de una canción para ir a esquiar titulada "Las montañas plateadas brillan bajo el sol de la mañana". No reflejaba en absoluto mi estado de ánimo, pero era la única canción de invierno que se me ocurrió, así que empecé a cantarla. Canté hasta «El cielo es azul, la tierra blanca», pero no conseguía recordar los últimos cuatro compases.
Incapaz de recordar la letra, sentí ganas de llorar de nuevo. Mis piernas se movían solas y las lágrimas me rodaban por las mejillas en contra de mi voluntad. Alguien pronunció mi nombre, pero no me volví. Pensé que habría sido una alucinación auditiva. Era imposible que el maestro estuviera allí en ese preciso instante.
- ¡Tsukiko! – me llamó alguien por segunda vez. Cuando giré la cabeza, ahí estaba el maestro. Llevaba una chaqueta ligera que parecía abrigar y su inseparable maletín en la mano. Estaba de pie, tieso como de costumbre. - ¡Maestro! ¿Qué está haciendo aquí? - He salido a dar un paseo. Hoy hace una noche espléndida.
Me pellizqué el dorso de la mano para asegurarme de que aquello no era un producto de mi imaginación, y me dolió. Por primera vez en mi vida, constaté que el truco de pellizcarse para comprobar que uno no estaba soñando funcionaba de verdad.
- ¡Maestro!- lo llamé en voz baja, todavía sin acercarme. - ¡Tsukiko! - respondió él. Sólo pronunció mi nombre.
Nos quedamos de pie en la calle oscura, mirándonos. Temía que las lágrimas me traicionaran de nuevo, pero no tuve ganas de llorar. Me sentí más tranquila. ¿Qué habría pensado el maestro si me hubiera echado a llorar?
- Tsukiko, la última parte es: “iOh!, las colinas nos reciben”- dijo el maestro.
Hiromi Kawakami El cielo es azul, la tierra blanca.