miércoles, 15 de agosto de 2007

El Hombre que titula Libros

Hoy escribo un cuento...


EL HOMBRE QUE TITULABA LIBROS


Hace mucho tiempo vivía un niño al que le gustaba mucho leer. Le encantaba perderse en los mundos imaginarios al que cada libro le llevaba. Le gustaba participar en ellos y ser un protagonista más de cada historia. De esta forma creció rodeado de la magia con la que la literatura atrapa a quien le gusta leer. Así q cuando llegó la hora de decidir qué es lo que quería ser en la vida, aquel niño, que ya no lo era tanto, pensó dedicarse a escribir libros de cuentos, que eran los libros q más le gustaban.

Y empezó a prepararse. Quería ser escritor con todas las de la ley. Así que no podría escribir con cualquier cosa, y fue a comprarse una pluma negra de punta fina, que a él no le gustaban los trazos gruesos. Y de camino pensó que tenía que tener un cuaderno con muchas hojas, porque pensaba escribir muchos cuentos, y compró un cuaderno liso de anillas grandes. Y luego pensó también que para escribir tenía que estar cómodo, y fue a una carpintería para que le hicieran una mesa de madera noble, muy grande, para tener sitio para poner cosas, y con un cajón hondo para después poder guardarlas; y una silla alta con un cojín que le sujetara la espalda; y una estantería amplia, para poner todo lo que escribiera.

Y cuando lo tuvo todo listo se sentó en la silla frente a la mesa, cogió la pluma y abrió el cuaderno. Pensó un poco y rápidamente empezaron a nacer ideas en su cabeza. Y a cada una de esas ideas les fue poniendo nombre, y los iba apuntando en el cuaderno. Se sentía feliz de todas las cosas que se le iban ocurriendo.

- Uis, q de libros voy a escribir, ¡y en un solo día!

Pero pronto se dio cuenta de que la cosa no era tan fácil. Sí, tenía muchas ideas, pero luego era incapaz de desarrollarlas. Siempre se quedaba en los títulos, que eso sí, eran preciosos. Y así pasaba un día tras otro, inventando nombres para sus libros, pero sin llegar a escribir ninguno.
Tantos nombres escribió, que al cabo del tiempo se le acabó aquel cuaderno liso y con anillas grandes que compró. Y se sintió un poco decepcionado por no haber conseguido escribir ni un solo cuento. Así que se enfadó un poco consigo mismo, y guardó la pluma y el cuaderno en uno de los cajones de la mesa y decidió dejar de ser escritor.

Pasaron los años, y aunque no volvió a intentar escribir, nunca dejó de leer. Ahora que sabía lo difícil que era contar una historia aún le gustaba más la lectura. Pero cada vez que leía uno, pensaba que el libro era tan bueno que el título que le habían dado no mostraba todo su valor. Y entonces iba a su mesa de madera noble, y cogía del cajón hondo su cuaderno, y buscaba entre todos los nombres que él había inventado uno nuevo para cada libro, y con su pluma negra escribía en la primera página el título alternativo que él les daba.
Y estaba contento, porque aunque no pudo escribir nunca uno, sintió cada libro que había renombrado como si fuera propio. Y los fue poniendo en la estantería que había comprado. Y se sintió orgulloso de su pluma, de su cuaderno, de mesa, de su silla y de su estantería, que por fin veía llena. Y se sintió feliz.

El hombre vivió mucho tiempo, y durante toda su vida renombró un gran número de libros. Pero un día, como nos tiene que pasar a todos, murió. Y cuando fueron a su casa, a recoger sus cosas, un familiar suyo, al que también le gustaba mucho la lectura, pidió que le dejaran llevarse la estantería, y se la llevó.
Y al descubrir en la primera página de cada libro el nuevo título que su tío lejano le había puesto a cada uno, vió que eran tan buenos que decidió escribir a todas las editoriales para enseñarles los nuevos nombres. Y en las editoriales se dieron cuenta de que esos nombres eran muy apropiados, y decidieron cambiarles a los libros los títulos.

Entonces, los libros con los nombres cambiados empezaron a venderse aún más, y la gente a la que antes no le gustaba leer, empezó a interesarse por la lectura, y pronto todo el mundo quedó contagiado por la misma magia que una vez atrapó a aquel niño que soñó con ser escritor.

Y así todos los libros que conocemos, se llaman de forma diferente a la original, porque hoy los llamamos por el nombre que aquel hombre creyó que era más adecuado.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

lunes, 13 de agosto de 2007

Pintor de Sueños

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Espero la llegada de la noche con ansiedad. Cada hora que pasa es un barrote menos en esta cárcel desde la que contemplo en soledad las vidas ajenas. Pero la noche es una liberación. Me gusta. Llegar a la cama, cerrar los ojos y ponerme a pintar. Así puedo dejar de ser el bicho raro de la oficina, y olvidarme de mi propia vida, y de la gente que no me comprende, que no quiere comprender nada. Y ser un pintor de sueños, para convertir mi realidad en mi ilusión; tú.

Cuando sueño es fácil. Coger una brocha mágica y deslizarla por mi mente vacía, hecha nada, porque de inmediato aparece todo un cielo estrellado, y bajo la luz de la luna estás, mi amor, enseñándome a volar sobre una estrella fugaz en la playa. Y te beso como no hace mucho te besaba en el mundo real. Ese mundo en el que te echo tanto de menos.

Y de nuevo un brochazo, y esta vez paseamos cogidos de la mano por calles desiertas, sin tener que esconder nuestro amor, sin tener que reprimir el decirnos te quiero, sin tener que buscar un sitio apartado para que el amor platónico se haga físico.

Otro sueño, otro cuadro; un lago subterráneo donde hace algún tiempo se bañaban reyes moros y cristianos, y en el que ahora sólo se mojan monedas, deseos de personas que como yo aún creen en esas pequeñas cosas que me enseñaste.

Y otro; vuelo por un desierto de arena en una búsqueda contra reloj del amor perdido.

Y cuando llega el día, de nuevo a esperar a que llegue la noche, para volver a pintar historias en las que los dos seamos protagonistas de tantos cuadros por mí no olvidados.


Para ti, luz que iluminas mis anhelos.

jueves, 2 de agosto de 2007

Tres cajas y una nota

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Caja 1

La había conocido como se conocen a esas personas que de un modo u otro terminan marcando tu vida, de casualidad. No soy un buen partido. Ni un físico atractivo ni gracia suficiente como para conquistar a nadie sólo por mi labia. Pero ella había bebido lo bastante como para no notar lo primero y que no le importase lo demás. Así que después de algunas copas más y de un jijiji y un jajaja, acabamos enrollándonos apoyados en cada coche que encontramos aparcado en la calle, y echando un polvo rápido en un portal oscuro.
Después de esa noche, coincidimos un par de veces más en el mismo sitio, y a partir de ahí iniciamos una especie de relación, basada en beber alcohol por ahí y tener sexo en mi casa.

Así hasta esa noche. Fue una noche como cualquier otra. Nos tomamos unas cervezas, cenamos a base de tapas, y después nos fuimos a mi cama, a gastar aquella caja de Dúrex que nos había durado lo que dura un fin de semana.


Caja 2

- ¿Tienes un cigarrillo?
La miré, aunque ya me había fijado en ella cuando entró en el bar y vino a sentarse justo a mi lado. Di gracias a Dios por no haber dejado el tabaco. Me metí la mano en el bolsillo y le alargué la caja de Winston que acaba de sacar de la máquina. Cogió un cigarro y se lo encendí.
- Gracias.
- No hay de qué.
Ese, sin más, fue el principio. Esa fue mi suerte. Haber estado sentado en el sitio y momento adecuado. Y fumar.

Me desperté y ya se había marchado. Miré el despertador, era muy temprano. Siempre se iba sin despertarme, pero me extrañó que se fuese a esa hora. Me incorporé y fui a coger un cigarro. Y entonces me di cuenta.


Caja 3

Lo planeé al milímetro. Y todo iba bien. Me parecía que no había notado nada. Y eso que yo no soy nada bueno disimulando.
Llegamos al piso, y antes de cerrar la puerta ya nos estábamos comiendo a besos de tal forma, que entramos en mi cuarto medio desnudos.
Y ahí estaba. Encima de la almohada una cajita, de esas que llevan dentro un anillo. Se le fue esa sonrisa suya con la que uno no sabía si se reía contigo o de ti.
- ¿Qué es eso?
- Ábrela.
- No me asustes, ¿no será un anillo?
- No, ábrela.

La miró. Me miró. Se resistió. Finalmente la abrió. Vio la llave, y sin preguntar nada más me besó, e hicimos el amor, estoy seguro, como nunca antes lo había hecho nadie en el mundo.


La nota

Ahí estaba, junto a la caja de Winston y de la de condones, una nota debajo de la cajita con la llave. Aquella estúpida llave, la de mi apartamento. Vaya idea amigo. Intentar atraparla.

“Lo siento pero es por tu bien. Si cojo la llave hoy, a lo mejor te la devuelvo mañana, o el otro, o el otro. Da igual. Pasaría más tarde o más temprano. Y cuanto más tarde más te habría dolido. Un beso”.


Y desapareció. Ni una sola pista sobre dónde se podía haber metido. La llamé por teléfono. Pasé por donde me había dicho que trabajaba, pero nadie reconocía ni el nombre ni la descripción que yo daba. La busqué por todos los bares que frecuentábamos, y también por los que no. Nada.
Al cabo de un tiempo dejé de buscarla. Pero desde entonces vuelvo cada noche al bar donde una vez me pidió tabaco, esperanzado en volver a encontrármela algún día.